Mi nombre es Vic.
He vivido 75 años, y a lo largo de este tiempo he experimentado un amor de Dios que me sigue sorprendiendo. Muchas veces me he sentido inmerecedor del cariño de mis padres y de tantas personas que apostaron por mí. Cargué con errores, tomé decisiones que hoy lamento profundamente, y ahora intento vivir con más verdad: ante Dios, ante los demás y conmigo mismo. Al mirar atrás, me doy cuenta de que muchas veces actué por miedo, y eso me llevó a caminos que preferiría haber evitado. Si pudiera, pediría perdón y comenzaría desde cero. Esta es mi historia.
Mi padre nació en Luisiana. Luchó en Italia durante la Segunda Guerra Mundial, y fue reconocido por su valor en combate. Allí conoció a una joven italiana a la que salvó, y se casó con ella. La trajo a Estados Unidos y juntos intentaron comenzar una nueva vida. Él trabajó de chofer de autobuses en la antigua red de transporte de Los Ángeles.
Soy el mayor de tres hermanos. Tuve una hermana menor y un hermano más chico, que murió a los 19 años. Esa pérdida nos marcó para siempre.
Mi recuerdo de la infancia está mezclado: algunos momentos tranquilos, sí, pero la mayoría del tiempo en casa se sentía como vivir en medio de un conflicto permanente. Mi padre jamás logró desprenderse del pasado bélico, y mi madre, marcada por el miedo que vivió en su adolescencia durante la guerra, cargaba con sus propios fantasmas. Cualquier ruido fuerte podía hacerla entrar en crisis. Ambos vivían atrapados en sus traumas, y eso terminó moldeando el ambiente familiar.
Una vez, una pelea entre ellos fue tan grave que mi madre, asustada, llamó a la policía. Mi padre se fue con mis hermanos y no volvió en varios días. A pesar de su miedo, mi madre nunca se separó de él.
No eran personas malas. Solo estaban rotos. Hicieron lo que pudieron para darnos lo necesario: comida, techo, y mi madre trató de inculcarme la fe católica. Pero por todo lo que vivíamos, yo nunca me sentí cómodo trayendo amigos a casa. La soledad se volvió costumbre, y pronto empecé a buscar fuera el afecto que no encontraba adentro.
Me refugié en el parque del barrio, donde jugaba a todo lo que se pudiera: baloncesto, fútbol, atletismo. Me uní a cada actividad deportiva que encontraba. Fue mi forma de escapar.
Allí conocí a Art, un compañero de escuela con el que compartí muchas charlas, bromas y también malas decisiones. Probamos drogas, nos hicimos inseparables por un tiempo. Mientras otros eran reclutados para Vietnam, nosotros hablábamos del futuro sin tener muy claro hacia dónde íbamos. Una vez nos detuvieron por posesión de marihuana y pasamos el fin de semana en la cárcel. Pero ni siquiera eso nos hizo cambiar.
También hubo alguien que dejó una huella buena en mí. Una mujer amable, madre de familia, creyente, que me abrió las puertas de su casa. Me trató con cariño, como a un hijo, me enseñó a orar con constancia. Su hogar fue el único lugar donde me sentí verdaderamente aceptado en esos años.
Para evitar ir a la guerra, me inscribí en un college comunitario, y luego me transferí a Cal State LA, donde estudié contabilidad. Art sí se fue al ejército. Se formó como médico militar.
A los 20 años me enamoré por primera vez. Ella era hermosa, y me deslumbró desde el inicio. Pero yo no sabía cómo manejar una relación. Mi adicción a las drogas me impedía abrirme emocionalmente, y terminé mintiéndole en muchas cosas. Nuestra relación fue superficial, sin raíces, y cuando quedó embarazada, me sentí culpable y perdido. Ella no quería casarse, pero accedió a convivir conmigo. Conseguí trabajo en un almacén para mantenernos, pero en casa todo eran peleas. No duramos mucho.
Poco después, la vida me golpeó aún más fuerte: mi hermano fue asesinado. Nadie supo nunca quién lo hizo. Lloré sin consuelo. Sentí una mezcla de rabia, impotencia y amargura que me acompañó por mucho tiempo.
Tras graduarme, intenté sin éxito aprobar el examen de contador público. Seguí trabajando, sin saber bien qué hacer con mi vida. Conocí a una mujer que estaba de visita desde Sudamérica. Nos enamoramos, y para asegurar un futuro juntos, me formé en bienes raíces. Nos casamos por la Iglesia y empezamos una nueva etapa.
Cuando terminó la guerra, Art volvió distinto. Ya no era el de antes. La heroína lo había destrozado. Me dolía verlo así. No quería estar cerca del mundo de las drogas, pero tampoco podía abandonarlo.
Con el tiempo, empezó a hablarme de Dios. Se notaba que algo había cambiado en él. Su mirada era distinta. Un día me preguntó si alguna vez había aceptado a Jesús como mi Salvador. Yo, que iba a misa con mi esposa e hijos, nunca había considerado esa idea de forma personal. Art me explicó que tener fe no era solo ir a misa, sino tener una relación directa con Jesús. Me guió en una oración sencilla. Tenía 30 años. Ese día, algo en mí cambió.

Años después, nos mudamos a Sylmar y empezamos a ir a una pequeña iglesia sin denominación. La fundadora era una mujer apasionada por ayudar a los más necesitados. Me involucré en el ministerio, aprendí a escuchar a otros, a orar con ellos, a compartir mi fe de forma sencilla, sin pretensiones.
Pero cuando parecía que todo empezaba a estabilizarse, la salud de mi padre empeoró. Había dejado su trabajo y cuidaba un edificio, pero comenzó a deteriorarse: problemas de memoria, dificultad para hablar, y finalmente un accidente cerebral lo dejó incapacitado. Intenté llevarlo a casa, pero mi esposa no pudo con esa carga. Lo llevé a una residencia. Me dolió, pero no había otra opción. Lo visité casi todos los días durante tres años. Aprendí a quererlo como nunca antes.
Cuando murió, caí en una profunda depresión. Me dolía haberlo perdido justo cuando estábamos reconstruyendo nuestra relación. Me refugié en el trabajo, me alejé de mi esposa, y ese distanciamiento se hizo abismo. Ella se fue a Sudamérica con dos de nuestros hijos. El menor se quedó conmigo. Con el corazón roto, busqué consuelo en otra mujer. Comenzamos una relación. Cuando mi esposa volvió con intención de arreglar las cosas, yo ya no era el mismo. Aunque intentamos salvar el matrimonio, terminó en divorcio. Ocho años después, fue definitivo. Nuestros hijos sufrieron mucho.
Después, conocí a otra mujer. Coincidimos en un evento, nos entendimos bien, y al poco tiempo nos casamos. Quisimos rehacer nuestras vidas juntos.
A pesar de todo, mi fe no murió. Aunque fallé muchas veces, aunque tomé caminos equivocados, nunca dejé de creer que Dios no había terminado conmigo. No merecía una nueva oportunidad, pero Él me la dio. A los 67 años decidí dedicar mi vida a servirle.
Aprendí lo que significa adorar de verdad. Escuchar su voz. Conocerlo a través de la Palabra. Dos pasajes me marcaron profundamente:
Ester 4:14 «Éste es tu tiempo, Ester, habla y salva a tus gentes o permanece en silencio.» Escogí hacer escuchar mi voz y hablar palabras de vida.
Josué 24:15 ¿A quién serviré? Lo mismo para mí como para mi casa, nosotros serviremos al Señor Jesús.
Sé que no puedo cambiar el pasado. Pero sí puedo decidir cómo vivo hoy. Quiero hablar con claridad, pedir perdón con humildad, amar con honestidad. Hacer lo correcto, aunque duela. Ser un hombre íntegro, no perfecto, pero sí dispuesto a crecer.