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¿Por qué es importante ir a misa?
Jesús nos prometió que estaría presente siempre que nos reuniéramos en su nombre, aunque solo fuéramos dos o tres. Y, además, nos dejó una petición clara: que repitiésemos lo que Él hizo en la Última Cena. Por eso, al celebrar la Eucaristía, estamos obedeciendo directamente sus palabras: “Haced esto en memoria mía”. Este mandato dio inicio a una tradición firme y continua, que ha llegado hasta nuestros días. Ya hacia el año 50, san Pablo decía: “Lo que yo recibí del Señor es lo que os he transmitido… que en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y luego la copa, y dijo: ‘Haced esto en conmemoración mía’”. Así, este gesto se ha ido transmitiendo sin interrupción, como una cadena viva. Pero no es un simple recuerdo sentimental: en cada Misa se hace actual y real el sacrificio de Jesús, que se entrega de nuevo por nosotros.
La importancia de la Eucaristía
Cada vez que celebramos la Misa, no estamos simplemente recordando algo que ocurrió hace más de dos mil años. La Misa no es una representación simbólica ni un simple memorial. Es una actualización del sacrificio de Cristo en la cruz. Jesús se entrega nuevamente, de forma incruenta, por la salvación del mundo. Esta entrega se actualiza sacramentalmente, haciendo presente el misterio pascual.
Es decir, el mismo Jesús que murió y resucitó es el que se hace presente bajo las especies del pan y del vino. La Iglesia, obedeciendo su mandato —“Haced esto en memoria mía”—, perpetúa su sacrificio y lo ofrece al Padre por la salvación de todos.
Esta actualización no es repetición, sino una forma única de participación. A través de la acción del Espíritu Santo y por las palabras del sacerdote, Cristo mismo actúa y se entrega por nosotros. En cada Misa se abren de nuevo las puertas del cielo y somos acogidos en la entrega eterna del Hijo al Padre.
Jesús realmente presente: cuerpo, sangre, alma y divinidad
Una de las verdades más sorprendentes y sublimes de la fe cristiana es la presencia real de Cristo en la Eucaristía. No se trata de un símbolo vacío ni de una metáfora poética: lo que parece pan y vino ha sido transformado por completo. Aunque nuestros sentidos no lo perciban, la fe nos revela la realidad oculta: allí está Cristo entero, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad.

Esta presencia real nos permite entrar en comunión íntima con Él. Cuando comulgamos, no estamos simplemente participando en un rito comunitario. Estamos recibiendo al Hijo de Dios, al que nació de María, al que caminó por Galilea, al que murió en la cruz y resucitó glorioso. Él viene a nosotros con todo su ser.
Esta comunión transforma nuestro corazón. Nos une profundamente a Cristo y nos configura con Él. Así, no solo creemos en Jesús, sino que lo llevamos dentro. Nos convertimos en “otros Cristos” para el mundo, llamados a amar como Él amó, a perdonar como Él perdonó, a vivir como Él vivió.
¿Por qué tenemos que ir a misa los Domingos?
Vivimos en una sociedad acelerada, enfocada en la productividad y en el rendimiento, y eso nos hace olvidar lo más importante: el asombro ante la vida, la belleza de lo creado, y el reconocimiento de que todo proviene de Dios. De ahí nace la alegría y la esperanza que dan sentido a cada día. Desde los primeros tiempos, los cristianos hemos reservado el domingo para Dios. Es el día en que Jesús resucitó, cuando las mujeres encontraron vacío el sepulcro y Él se les apareció con vida. Ese día revivimos lo que vivieron los discípulos cuando, reunidos, lo vieron en medio de ellos. Y cada domingo, ese encuentro vuelve a repetirse, incluso cuando les envió al Espíritu Santo.

El domingo tiene una enorme riqueza, tanto espiritual como humana. No se opone al descanso, al tiempo en familia ni a las actividades recreativas. Al contrario, les da profundidad. Pero si lo vivimos solo como un día más para desconectar o pasar el rato, corremos el riesgo de vaciarlo de su verdadera riqueza. Vivido desde la fe, el domingo es una fiesta luminosa, una celebración del amor de Dios.
Es impactante leer cómo san Justino describía la Misa ya en el año 165, con una estructura muy parecida a la que seguimos hoy. También los Hechos de los Apóstoles o las cartas de la época, como la de Plinio el Joven al emperador Trajano en el año 112, muestran cómo los primeros cristianos se reunían para celebrar la Eucaristía.
Ir a Misa: necesidad del alma y compromiso de amor
No siempre resulta fácil ir a Misa. Ya lo decía la Carta a los Hebreos: “Animémonos al amor y a las buenas obras, sin abandonar nuestras reuniones, como hacen algunos”. Documentos antiguos, como la Didascalia del siglo III, advertían que no se debía dejar de acudir a la celebración dominical por motivos superficiales. Desde el principio, los pastores han exhortado a los fieles a no descuidar este momento central. Y con el paso del tiempo, la Iglesia lo estableció como un deber serio, como recuerda el Catecismo.
Pero más allá de una norma, es una necesidad del corazón. El domingo es el punto de partida y la cima de toda la vida cristiana. Es el núcleo de nuestra semana. Como decía un creyente: “La Misa ha sido el motor de mi vida, donde he tomado las decisiones más importantes… Sin ella, me falta lo esencial”. Porque en ella está Cristo, el tesoro más grande que poseemos. La Eucaristía es como el sol para el alma: ilumina, calienta y da vida. Es la fuente de toda espiritualidad cristiana.
Cada vez que participamos, volvemos a estar con Jesús como Tomás, y le decimos: “¡Señor mío y Dios mío!”. Nos alimentamos de Él, nos configuramos con Él, y comenzamos a mirar la realidad con sus ojos. Entonces, ¿por qué a muchos se les hace pesada? Por rutina, por falta de fe, por dejarse llevar. Por eso, es urgente redescubrir el gozo de celebrar el domingo, no como una obligación, sino como un regalo.
La carta apostólica Dies Domini nos invita a vivir el domingo con alegría plena, como una jornada dedicada a Dios, a la familia, al descanso con sentido. Aunque el entorno cultural no lo facilite, vale la pena nadar contracorriente. Porque lo que damos a Dios, Él lo transforma en paz, en alegría y en fuerza.
Los primeros cristianos lo sabían bien. En los interrogatorios ante las autoridades, algunos confesaban: “No podemos vivir sin celebrar el Día del Señor”. Otros añadían: “Sí, lo celebramos en casa; es lo que nos da vida”. Iban lejos, arriesgaban mucho, pero no renunciaban a participar. Sabían que la alabanza a Dios y el Pan de Vida eran su prioridad. Hoy también, si algo nos importa, encontramos tiempo para ello. Lo mismo debe pasar con la Misa.