Mi nombre es Matthew.
Hace 37 años vine al mundo en Fostoria, un pequeño poblado ubicado al noroeste del estado de Ohio. Durante buena parte de mi niñez, mi padre fue una figura cercana y entrañable. Él también creció en Fostoria, donde jugó al fútbol americano en la secundaria, bajo la dirección de un entrenador reconocido y muy apreciado. Más tarde, mi padre ocuparía ese mismo puesto como entrenador del equipo de la escuela. En Fostoria, el fútbol es una tradición con una historia rica y llena de orgullo. Las gradas siempre estaban abarrotadas de fanáticos apasionados, y el deporte servía como punto de encuentro para toda la comunidad.
Cuando yo tenía 6 años, mi padre formó parte del cuerpo técnico que llevó al equipo a un impresionante récord de 13 victorias y una sola derrota, ganando el campeonato estatal de la División II. Para muchos, mi padre fue como una figura paterna, un ejemplo a seguir. Era considerado un héroe local, intachable a los ojos del pueblo.
No cabe duda de que dedicó incontables horas orientando y guiando a jóvenes atletas con la meta de alcanzar el título estatal. En 1997, las cosas comenzaron a cambiar. El entrenador principal de mi padre se había retirado el año anterior, y su reemplazo llegó sin tanto entusiasmo. Mi madre vio en esto una oportunidad para que mi padre pasara más tiempo con la familia. Tras dos décadas de logros constantes, decidió retirarse del fútbol.
Sin embargo, casi de forma repentina, nuestra relación se transformó. Comenzó a beber mucho más, hasta el punto de hacerlo durante todo el día. Se volvió irritable y descargaba su frustración en el hogar. Sentía que me convertí en su saco de golpes. A los 10 años, el hombre al que admiraba se convirtió en alguien a quien temía. Perdí el respeto que le tenía.

Durante mi adolescencia me involucré en el deporte: lucha libre y fútbol americano. Al igual que él, jugué como defensa (linebacker) en el equipo de secundaria de Fostoria. Ser parte del equipo significaba mucho: me convirtió en una persona más firme y con principios.
A medida que ganaba fuerza y confianza, dejé de temerle. Empecé a enfrentarme a él y a interponerme cuando se metía con mi madre. No obstante, estas confrontaciones solían empeorar la situación.
En los momentos difíciles, solía refugiarme en casa de un amigo. Matt y yo compartíamos el gusto por el atletismo. A veces, me unía a él y a su familia para asistir a la iglesia. Su familia vivía su fe cristiana con intensidad. Aunque su madre conocía mi situación, nunca permitió que le faltara el respeto a mis padres; siempre me exigía comportarme con integridad. A Matt y a su familia los considero como mi segundo hogar.
Después de graduarme de la secundaria, me fui de casa sin dinero ni rumbo claro. Me mudé con un amigo, sin trabajo ni habilidades. Muy pronto me vi envuelto en la vida de la calle: robos, venta de drogas y un estilo de vida que me empujaba a la violencia. Esa violencia era una vía de escape para la ira que había acumulado desde la infancia. Terminé formando parte de una pandilla con personas que compartían mi resentimiento. Mi físico, desarrollado por el deporte, y mi agresividad me convirtieron en el ejecutor del grupo. Sentía que al fin pertenecía a algo, que tenía una misión, aunque fuera destructiva. Me convertí en un instrumento del mal.
Con el tiempo, esa aparente gloria desapareció: los amigos se alejaron, el dinero se esfumó y las mujeres también. Me volví adicto a las drogas que vendía. La cocaína vació mis bolsillos. Mis padres, con sabiduría, se negaron a darme dinero, aunque me querían profundamente, no quisieron fomentar mi adicción.
Una noche, me encontraba en una habitación en la parte más peligrosa del pueblo. Sentía que una fuerza oscura me guiaba por las escaleras. Estaba completamente hundido, sin sentido de propósito, ni esperanza. Pensaba en todas las personas que había dañado, en las relaciones destruidas, en la vergüenza que había traído a mis padres. Aunque mis amigos me invitaban a salir, me aislé, planeando poner fin a mi vida esa misma noche…
Mientras me acercaba a ese momento fatal, una súplica brotó desde lo más profundo de mi alma:
“Señor, por favor, sálvame.”
Jamás había sido alguien de oración ni había creído realmente en Dios. Pero en mi desesperación, comencé a clamar:
“¡Señor, ten piedad! Sácame de este abismo.”
Apenas pronuncié esas palabras, la puerta principal de la casa se abrió con fuerza. Todo se detuvo. La puerta se cerró de un portazo y sentí una presencia que jamás había experimentado. El miedo me invadió. Escuché pasos pesados subiendo por la escalera. Contuve la respiración, convencido de que iban a matarme.
Levanté la vista… y era mi mejor amigo de la secundaria. No tenía idea de cómo había encontrado el lugar donde vivía.
—“¿Qué haces aquí?” —le pregunté con sorpresa.
—“Algo me dijo que estabas en peligro y que necesitabas ayuda. No pude quedarme sin hacer nada.”
Esa fue la prueba que necesitaba para saber que Dios es real. Él escuchó mi clamor y envió a alguien para impedir que me quitara la vida.

Aquella noche marcó el comienzo de mi reconstrucción. Poco a poco dejé atrás los hábitos destructivos, y con el paso de los años, puse mi fe en Jesucristo como mi Salvador. Me mudé de aquel barrio, hablé con mis padres sobre todo lo ocurrido y busqué ayuda en grupos de apoyo como Alcohólicos Anónimos y con terapia.
Sabía que recuperar la confianza de mis padres no sería inmediato. Pero cuando vieron que me alejaba de la droga y empezaba a aportar algo bueno a la sociedad, me abrieron sus brazos y me reintegraron a sus vidas.
Comencé a asistir a la iglesia con regularidad, y escuchando los sermones, aprendí a distinguir entre quienes predicaban verdades eternas y quienes hablaban desde una visión mundana. Encontré paz entre creyentes sinceros.
Durante muchos años, la culpa y el arrepentimiento me dominaron, pero Dios comenzó una obra nueva en mí, y ha sido fiel en completarla.
Hoy, al mirar atrás y ver los últimos 14 años, reconozco cuánto ha transformado Dios mi vida. Me rescató de la oscuridad, del control del Maligno, y me acogió con su amor eterno. Su gracia y compasión son innegables.
Hoy vivo con un propósito distinto: servir a los demás. Mi identidad está en Jesucristo. Mi corazón ha cambiado. Dios me perdonó, y yo también aprendí a perdonar. Ya no vivo encadenado por la vergüenza. Cristo me liberó del dominio del odio y he entregado mi voluntad a Él. Ya no busco resolver los conflictos con violencia. El Señor me ha llamado a ser un hombre de paz, y me ha concedido una serenidad que va más allá de este mundo.
Querido lector, no importa por lo que estés pasando, ni cuán grande sea tu culpa o tu dolor, el Señor te ve y te llama: “Vuelve a casa.” Jesucristo entregó su vida en la cruz por ti. Solo Él puede devolverte la esperanza, darte propósito y llenarte de verdadera seguridad.